Por José N. Iturriaga
La cocina tradicional mexicana se ha considerado una de las más importantes del mundo y ello fue validado en 2010 cuando la UNESCO la reconoció como patrimonio cultural de la humanidad. Ese reconocimiento se sustentó, obviamente, en sus características culturales. Los atributos culturales de nuestra cocina –históricos y hasta prehistóricos, antropológicos, sociológicos, rituales- derivan de una condición privilegiada. Cualquier cocina requiere dos factores: el cocinero y los ingredientes. Al respecto, cabe recordar que México se encuentra entre los primeros cinco países megadiversos del planeta, esto es con mayor diversidad natural –flora y fauna-, o sea con mayor disponibilidad de ingredientes originarios; ya luego vendrían los cultivos al transitarse de la recolección y la cacería a la agricultura y ganadería. Semejante entorno biodiverso ofreció los ingredientes para desarrollar las cocinas indígenas, primero, y la mestiza, después.
Por otra parte, México se halla entre los primeros tres países del mundo con mayor diversidad cultural. Los antropólogos la miden a partir del número de lenguas vivas que subsisten, pero no son meras disertaciones lingüísticas; reflejan algo más trascendente, como es la supervivencia pasmosa de culturas ancestrales. Cuando una cultura se empieza a perder o diluir, lo primero que comienza a desaparecer es la lengua propia; el idioma es la expresión cultural más frágil, más susceptible. Por ello, la permanencia del idioma autóctono es el mejor indicador de la sobrevivencia cultural de un pueblo, con sus demás rasgos originales; cuando un pueblo conserva su idioma, lo más probable es que mantenga la mayoría de las demás manifestaciones culturales que lo distinguen: tradiciones familiares y comunitarias, memoria histórica, religión, expresiones artísticas populares, música, gastronomía, etcétera. Pero no se trata sólo de las culturas indígenas. La población mestiza mexicana, que es la gran mayoría, obviamente revela también esa enorme diversidad, pues proviene de la mezcla del español con esa gama de pueblos autóctonos.
No es, pues, una casualidad que la cocina mexicana sea una de las más importantes del mundo, ya que se generó en un territorio privilegiado por su biodiversidad y por su diversidad cultural.
En otro orden de ideas, es sorprendente que la trilogía alimentaria mexicana (maíz, frijol y chile) sea milenaria y siga vigente en pleno siglo XXI como sustento básico de la mayoría de la población del país, aunque acosada por diversos factores. El maíz tiene aproximadamente 8 mil años de haberse domesticado en el territorio de lo que hoy es México y el frijol y el chile no se quedan muy atrás, con 5 mil años de antigüedad. La persistencia de una dieta solo se explica por sus beneficios: el maíz es un cereal que aporta los carbohidratos, es decir las calorías, la energía, y tiene proteínas pero algunas de baja asimilación por el cuerpo humano; el frijol es una leguminosa con mayor cantidad de proteínas y esos aminoácidos son de una mejor absorción por el hombre; y el chile es un fruto rico en vitaminas y minerales que aporta un elemento extraordinario: la capsaicina, sustancia que tiene la propiedad de hacer más asimilables las proteínas del frijol y sobre todo del maíz, es decir el chile es un elemento potencializador.
Aunque es obvio que el consumo de carnes, frutas y otros productos enriquece cualquier régimen alimenticio, en todo caso es equivocado el enfoque peyorativo en contra de esa tríada que sustenta a nuestro pueblo.
Esa trilogía ancestral mexicana suele verse desde los países más industrializados del mundo como una dieta subdesarrollada, tercermundista, como una alimentación de pobres. Convendría recordar que comiendo maíz, frijol y chile tanto los obreros como los arquitectos y sacerdotes fueron construidos Chichén Itzá, Tajín, Teotihuacán, Monte Albán, Xochicalco y una larga nómina de ciudades notables; comiendo maíz, frijol y chile fue desarrollado desde el siglo IX por los mayas un calendario más preciso que el Juliano usado por los europeos hasta 1592, en que implantaron el Calendario Gregoriano.
Aunque no conociéramos las particularidades nutriológicas de esos tres productos reunidos, la sola presencia histórica de esas culturas mesoamericanas con su desarrollo tecnológico, científico y artístico ya sería una prueba elocuente de la calidad de su alimentación básica.
Se ha puesto de moda en los últimos lustros la crítica a la cocina mexicana porque se le tacha de grasosa y engordadora; se le quiere hacer responsable de la obesidad y elevado colesterol que padece algún porcentaje preocupante de la población. Históricamente, la trilogía alimentaria mexicana ha demostrado ser nutritiva y balanceada y el problema del sobrepeso es más bien un fenómeno reciente en nuestro país. Podemos atribuirlo con mucho mayores elementos de juicio a otros factores diferentes a la cocina mexicana, principalmente a los refrescos embotellados (parece que somos el primer país del mundo en su ingestión), al abuso en el consumo de cervezas, de fast food y de alimentos chatarra, que tienen mucho más de chatarra que de alimentos, amén de la falta de movilidad de las personas. Una insípida hamburguesa con un refresco de cola engorda más que un par de quesadillas de flor de calabaza con una limonada hecha en casa. Una bolsa de palomitas con dudosa mantequilla ceba mucho más que un elote con limón, sal y chile piquín. A las enormes botellas de refrescos y cervezas se agrega lo sedentario del mexicano urbano actual: sentado frente a un escritorio, en el coche o en el autobús, apoltronado ante la televisión, ya poco se mueve.
Basta ver a nuestros campesinos, entre quienes no existe la obesidad como problema de salud pública. Su dieta es más sana y más originariamente mexicana, y su actividad física suele ser bastante más intensa que la de las ciudades. Los niños juegan corriendo en lugar de estar absortos frente a un videojuego.
Nuestra intención de reivindicar a la cocina tradicional mexicana como una dieta saludable y equilibrada no es una aspiración romántica o nostálgica, sino que deriva de una convicción fundamentada en las evidencias históricas y en los fenómenos recientes. Por supuesto, no pensamos que sea inocuo desayunar dos tortas de tamal con un champurrado, comer una pechuga de guajolote en mole con arroz y frijoles y suficientes tortillas, y cenar un pambazo con una orden de chalupas poblanas bañadas con manteca, y así por el estilo todos los días; pero eso no sería lo habitual en un mexicano promedio. Cualquier exceso es dañino y no es eso de lo que estamos hablando, sino de una cocina tradicional, casera, aunque tenga sus momentos festivos.
Mas dejemos la parte nutricional de nuestra cocina para asomarnos a la sustentabilidad de la reiterada trilogía alimentaria. Los hábitos alimenticios originarios del mexicano no se vinculan a una agresiva agricultura intensiva con una licenciosa utilización de agroquímicos, sino a un invento agrícola ancestral notable: la milpa.
En el marco excepcional de megadiversidad natural y cultural de México que ya vimos, el protagonista histórico integrado en ambas vertientes es el maíz, una gramínea nacida silvestre en medio del edificante entorno biodiverso y convertida, gracias a la creatividad humana, en el principal elemento de supervivencia de los mexicanos. Ese cereal silvestre llamado teocintle fue domeñado con sorprendente genética empírica y dio lugar al maíz, alimento cotidiano que devino símbolo. Este cereal, desde tiempos inmemoriales en México, ha sido fuente de vida espiritual y material, sustento del alma y del cuerpo. Es elemento esencial del patrimonio natural y del patrimonio cultural de nuestro país.
Desde la época prehispánica, el maíz suele desarrollarse acompañado de otras plantas en los surcos de la milpa, genial forma de cultivo complementario. La milpa es su cuna y su morada y también cobija a otros comestibles tradicionales, contándose en total hasta 80 diferentes especies de plantas en diversas regiones del país, de manera sobresaliente el frijol, el chile y la calabaza.
La milpa es mucho más que un ecosistema creado por el hombre: es en realidad un sistema de vida con una continuidad histórica que alcanza milenios. Sorprende que los vegetales que se cultivan en ella son complementarios en cuanto a las sustancias que toman del suelo y a las que le aportan, dándose así un equilibrio ecológico con una combinación de cultivos sustentable. También es admirable que en la alimentación histórica del pueblo mexicano, esa trilogía formada por el maíz, el frijol y el chile, hijos todos de la milpa, tengan nutrientes asimismo complementarios.
La cultura mexicana se ha ido conformando y perfilando durante ya casi 500 años, con prehispánicos antecedentes. Culinaria aparte, atinado sería denominarla como cultura de la milpa, habida cuenta de que se trata de un entramado histórico, filosófico y antropológico con cimientos en cosmogonías aún vigentes en muchos pueblos de México.
Con un ancestral espíritu ecológico, pionero ambientalista, en México se aprovecha la totalidad de la planta del maíz, además del fruto: las raíces y el rastrojo como abono; las hojas de la mazorca para hacer cigarros, papel y envolver tamales; la caña, que es dulce, y las hojas de la planta para forraje; los olotes para combustible y los cabellos del elote para hacer un té diurético, legado de la medicina tradicional. Al agua del nixtamal se atribuyen propiedades terapéuticas como estimulante de la fertilidad. La mayoría de estos usos del maíz datan de la época prehispánica.
¡Qué abismo existe entre la milpa sustentable y los enormes cultivos intensivos de maíz transgénico cuya alta productividad paga un elevado precio en términos ecológicos, nutriológicos y políticos! Pero esta última materia, la política, ha sido conducida por un neoliberalismo cuyos líderes mexicanos desconocen el concepto de soberanía alimentaria; para ellos soberanía es un término demodé, demagógico, hasta rojillo, aunque estemos importando más de la mitad del maíz que consumimos.
Recuperar nuestra dieta tradicional es factible, pero solo si hubiera voluntad política para hacerlo. La naturaleza de nuestro país sigue dando sus frutos y nuestras cocineras siguen en plena vigencia y actividad, por eso fue posible la inscripción de la cocina tradicional mexicana como patrimonio cultural en la UNESCO. Nos pusimos en la ruta adecuada. Ahora los dirigentes de las políticas públicas tienen la palabra.